martes, 29 de mayo de 2012

En ausencia de Aroha

"En ausencia de Aroha",
un relato publicado en la antología
Paraguas para el diluvio
Paralelo Sur, 2012


Aunque es Aroha la que casi aparece en la imagen, no es una fotografía solo de ella, sino también de sí mismo. La instantánea no es una fijación en el tiempo de quien fue su pareja, sino de lo que sintió él en aquel preciso instante, de lo que —con mayor o menor intensidad, dependiendo de su estado de ánimo, o del tiempo transcurrido desde que la miró por última vez— siente cada vez que la contempla, siempre fijamente, siempre adentrándose poco a poco en la escena, casi imperceptiblemente, como si su mera fuerza de voluntad fuese a permitirle cambiar la fotografía, y como resultado alterar aquel paseo, aquel día, aquel momento, y por ende trastocar su vida entera a partir del punto de inflexión, el momento exacto, el instante crítico.

Para imaginar lo que siente cada vez que mira la imagen, o incluso cada vez que la ve sin necesidad de mirarla, porque la tiene grabada en la memoria con una nitidez que a veces desdibuja la realidad misma, hay que saber lo que refleja la imagen impresa, pues la tiene impresa en infinidad de copias de diferente tamaño, textura y grano, todas guardadas, eso sí, en el mismo cajón, del que a veces salen, siempre de una en una, por separado, para luego regresar, más vistas, inspeccionadas de nuevo, imperceptiblemente más desgastadas por su mirada.

Para hacerse una idea siquiera remota de lo que nota él en las entrañas cada vez que se asoma a esa fotografía en cualquiera de sus variantes hay que intentar representarse esa imagen que nadie nunca verá; nadie salvo él. A sus ojos, y a los ojos de nadie salvo los suyos propios, esa instantánea es la imagen apenas viva de una ausencia. Es un retrato, de eso no cabe duda, porque Aroha está; velada, fuera de foco, presente apenas, pero está. El centro de la imagen, lo que de verdad se ve —o se vería, si alguien aparte de él tuviera acceso a la foto— lo ocupa la parte superior de la muralla de una fortaleza medieval que huye hacia el punto de fuga de una almena medio derruida. Puesto que la foto está tomada desde la muralla misma, no se alcanza a ver el otro extremo, el punto de partida de las almenas que alguna vez coronaron la antigua construcción hace mucho tiempo ya derrumbada, y luego reconstruida, y luego precariamente preservada. El estrecho corredor que bordea la muralla se ve —o se vería, si alguien, quien fuera, tuviera acceso a la foto— desocupado, violentamente vacío. Eso no es más que el efecto que causa en su mirada incasable —la única que se ha posado o llegará a posarse sobre esa imagen— la figura que acaba de salir de cuadro por entre los dientes mellados de la muralla para no volver a entrar. Al fondo se ve un cielo sin nubes, pero tampoco azul, sino más bien de un gris indefinido, como las montañas que se esconden tímidas detrás de la fortaleza, pero eso no es más que atrezzo, burdo telón de fondo. Lo que de verdad atrae la mirada son unos mechones de pelo agitados por el viento casi inexistente provocado por el salto en el instante de darlo; el fantasma de una media sonrisa ausente en el momento preciso de ausentarse del todo; el roce de la ropa contra la piedra desbastada por el tiempo y la lluvia antes de oírse un silencio sorprendente en su placidez, como si ese silencio no encerrara más que calma, cuando en realidad alberga todo el caos que es capaz de imaginar. Porque además de ver a Aroha en su ausencia inminente y verse a sí mismo en su quietud, también la oye y se oye en aquel instante crítico que podría no haberlo sido, que aún podría cambiar si consiguiera —a fuerza de mirar la fotografía, de introducirse poco a poco en ella como en un tiempo y un espacio inalcanzables— alargar el brazo y sujetarla, o hacer cualquier otro gesto, por nimio que fuera, a fin de alterar lo que estaba siendo y abortar lo que acabó por ser, en aquel instante, y también después, y ahora, y por siempre más.

A veces le parece imposible que puedan verse tantas cosas mirando exactamente los mismos centímetros cuadrados de papel mate. La muralla en fuga, el cuerpo de Aroha a punto de huir igualmente, pero también aquel día, cerca del inicio de la primavera, el primero después de meses de hospitales y médicos y salas de espera; de operaciones y postoperatorios y convalecencias seguidas de más salas de espera: de perpetuación de la espera como fin en sí misma. Había conseguido sacarla de su encierro para ir a ver unas ruinas medievales a las afueras de la ciudad, un monumento que siempre había estado allí pero nunca se habían molestado en visitar juntos como paseantes despreocupados. Aquella mañana hubo conversaciones y sonrisas, muchas más de las que habían compartido en las últimas semanas, en los meses precedentes de inquietud e incertidumbre respecto de su salud. Comieron y rieron casi, y sobre todo observaron a los turistas, ajenos a su interés desmedido, entretenidos en menudencias que ellos no eran capaces de compartir.

Él recuerda así el último día, pero lo hace solo porque quiere, pues también podría recordar sus esfuerzos, desmedidos, desesperados, por espantar los silencios que se cernían sobre Aroha y la rodeaban como pájaros de mal agüero dispuestos a arrancarle los pensamientos a golpes de pico. Y podría recordar también el temor que sentía como reflejo del abatimiento que le comunicaba ella con sus miradas de animal de zoológico, medio aletargadas por los medicamentos y resignadas a no abandonar su sopor. Podría recordar también cómo al mirarla esa mañana no conseguía quitarse de la cabeza un pasaje de Onetti en el que comparaba uno de los pechos cortados de una mujer enferma con una medusa lánguida en una bandeja, y podría confesarse que no había imaginado nunca que una metáfora pudiera producir dolor auténtico, dolor físico y un ahogo intenso, igual que un golpe en el diafragma. Pero prefiere hacer como que no se acuerda de todo eso al mirar la fotografía; prefiere pensar que aquella mañana el sol todavía invernal calentaba a pesar del viento del norte y que Aroha volvía a tener el pelo casi tan bonito como antes, casi tan tupido y sedoso, casi.

No sabe por qué se empeñó él en que subieran a la parte superior de la muralla, hasta los matacanes, un nombre técnico que no tendría por qué haber aprendido nunca y ahora querría olvidar; pero le es imposible desaprenderlo, igual que todo lo demás. Prefiere no recordar tampoco la reticencia de Aroha a ascender por los irregulares escalones de piedra vieja, a enfilar el estrecho pasaje que bordeaba la edificación, asomándose a la barbacana —otro tecnicismo doloroso en su inutilidad— y a un foso en el que ya no había agua, si es que alguna vez la hubo. Procura no acordarse de lo leve que le parecía su figura mientras subía las escaleras unos pasos por delante de él, lo terriblemente débiles que se veían sus formas antes más sólidas, más ágiles, más llenas de vida, en suma. Se esfuerza por no pensar una y otra vez en cómo adelantó los dos brazos para cogerla por las caderas y ayudarla en el ascenso, medio en broma, aunque ambos cayeron de inmediato en la cuenta de que era algo necesario, porque a ella ya no le quedaban apenas fuerzas.

Intenta no recordar todo eso pero sus esfuerzos no hacen sino cimentar los recuerdos, abrir nuevas ramificaciones, añadir matices que quizá no tenían en un primer momento; eso ya es imposible saberlo con seguridad.

Sea como fuere, en ocasiones mira la foto y de súbito —una vez más, como en tantos otros arrebatos de entusiasmo en vano— se siente capaz de cambiarla, de introducir el brazo derecho en la instantánea y retocarla y corregir su vida y la de ella. Así lo hace mientras mira la imagen: alarga el brazo calculando la perspectiva exacta por donde habría entrado si lo hubiera estirado en aquel preciso momento, el instante crítico en el que Aroha se apoyó en el antepecho de piedra desprotegida, su gesto de cansancio tan absoluto que cada vez le cuesta más trabajo obligarse a creer que no intuyó nada en los días precedentes, esa mañana, en los minutos previos, al menos.

Pero igual que ahora no quiere recordar, entonces no quería dar crédito a lo que todos los indicios apuntaban: la cercanía de la despedida, las ganas de marcharse, el duelo ya iniciado.

A veces mira la fotografía y le parece una lápida en miniatura, un túmulo, un diminuto monumento a lo que no llegó a ser. Y esta vez, porque a veces las cosas caen por su propio peso, como caen al mar las piedras de los acantilados, sin que nadie ni nada las empuje, ve también un final, algo que quienes entienden denominan «clausura». Algo, un matiz inadvertido hasta entonces, le hace llegar a la conclusión —el término, el final de algo— y también alcanzar la conclusión —la consecuencia, la decisión por fin— de que ya ha visto todo lo que tenía que ver en esa imagen, todo lo que cabía extraer de ella, y puesto que nadie más la ha visto ni necesita verla, decide que tomará una copia, y luego otra, e irá despedazándolas, sin prisa, sin saña, como se lustran las botas antes de empezar un largo viaje a pie. Sabe que deshacerse de esa foto es deshacerse de sí mismo y de todo lo que fue hasta ese momento, y todo lo que ha venido siendo después, pero sabe también que nunca podrá ser nada más si no suelta el lastre que es la imagen de esa caída.

El aleteo de los mechones de pelo, el hombro escorzado, la sonrisa ya ausente. Los mira por separado y en conjunto, y entonces entiende por fin. Ya ni siquiera tiene que elegir, porque fue Aroha la que eligió por él, la que escogió el instante de la certeza plena para marcharse.

También éste es un buen momento, entiende, para cejar en la lucha, para abandonar aquella realidad enmarcada y dejar de rescatar la misma imagen repetida hasta el infinito. Es un buen momento, entiende, para sacar la fotografía en todas sus variantes de tamaño y exposición e ir rompiéndolas como una sola en pedazos, para así hacer trizas de una vez por todas lo que pudo haber hecho pero no hizo en el momento crítico, para aceptar como justo y necesario el instante que casi captó.

Lo entiende, sí, y toma la decisión de romper las fotos y romper ataduras, de soltar lastre y quemar puentes, pero todo eso no son sino expresiones vacías, huecas de significado, porque cuando intenta empezar a rasgar la primera fotografía, sus dedos no responden. Su mano izquierda, no obstante, vuelve a intentar adentrarse en la imagen para coger a Aroha en el último momento, ese que no debió haber permitido que ocurriera cuando ocurrió.

Tal como ha tomado la firme decisión de eliminar la imagen de la despedida final, la olvida. No la pospone ni la arrumba, sino que la olvida del todo, como si nunca se le hubiera pasado por la cabeza, donde ahora, igual que hasta poco antes, solo hay espacio para el pesar de no haber sabido pasar a la acción cuando debería haberlo hecho, de no haber acertado a apresar aquello que estaba a punto de escapársele.

Cae la luz de una lámpara sobre la fotografía de una mujer a punto de remontar el vuelo, y el hombre que la sostiene, eliminada cualquier otra opción, se resigna a continuar mirándola, a seguir acercándose a ella, a punto de cogerla, sin llegar a alcanzarla, a escasos centímetros, a una distancia casi verosímil, casi salvable, si sigue contemplándola un poco más.