La primera vez que leí El golfo de los poetas, cuando era solo manuscrito, me sobrevino un intenso sentimiento de envidia. Y no me refiero a la sana envidia del que reconoce un gran libro, sino a una envidia de carácter mezquino, lo que se conoce vulgarmente como «envidia cochina». He de confesar que casi me indignó que alguien hubiera conseguido una primera novela tan sólida, tan bien trabada, tan madura.
Luego fui averiguando que Fernando Clemot había escrito infinidad de relatos breves y ganado por ellos multitud de premios, y, por tanto, era un escritor hecho y derecho. Aunque eso no restara ni un ápice del mérito de la novela, me tranquilizó en cierta manera, y me permitió explicarme su inmensa capacidad para la introspección, su dominio a la hora de abordar de manera simultánea tramas distantes en el tiempo, su impresionante capacidad —su don, cabría decir— para la metáfora explosiva que atrapa al lector de una manera casi física, apelando a sus cinco sentidos a la vez.
No es habitual cruzarse con novelas así, desde luego, y mucho menos con novelas así que aún no se han publicado. Pero menos habitual es toparse con un personaje como Leo Carver, hilo conductor, alma y voz tras todas y cada una de las páginas de El golfo de los poetas. La intensidad, la fuerza que tiene este viejo escritor, sus dotes para explorar el pasado pero también para el autoengaño, para arrostrar la culpa y al mismo tiempo flagelarse, para llegar a lo más hondo del ser humano que es él y que también podría ser cualquiera de nosotros, remiten a nombres que han dejado las páginas de los libros para convertirse en iconos: el Ferdinand Bardamu de Viaje al fin de la noche, Ricardo Reis, el Meursault de Camus.
Leo Carver es uno de esos personajes que dejan poso; que, una vez terminada la novela, se quedan con el lector y le permiten ver el mundo de una manera distinta, y por ello más rica. Y quizá sea Leo Carver, el mayor acierto de El golfo de los poetas, lo que supone su único —ínfimo— inconveniente. Y es que un personaje así no puede desaparecer de la mente del autor, y me atrevería a pronosticar que volverá para rondar a Fernando Clemot en ficciones venideras, tal vez bajo otro nombre y de otra guisa, pero igual en su obsesiva revisitación del pasado y de lo que el recuerdo hace de nosotros y hace con nosotros.
Fernando Clemot. Leo Carver. Dos nombres que sin duda resonarán en nuestros oídos durante mucho tiempo, tanto como alcancemos a recordar aquellos libros que —superada la envidia mezquina— nos marcaron y dejaron huella en nuestra manera de afrontar la realidad, algo que está reservado únicamente a los grandes.
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