lunes, 18 de enero de 2010

Narración de Arthur Gordon Pym

Tenía diez años cuando leí por primera vez La narración de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe. Lo recuerdo perfectamente porque lo hice durante las tristes fiestas de San Fermín de 1978, en las que Pamplona se convirtió en campo de batalla durante unos días. Supongo que, a esa edad, me asusté tanto que me volqué con intensidad redoblada en la lectura de aquella edición de bolsillo publicada por Alianza. Leí durante largas horas bajo la mirada preocupada de mi madre, que, de vez en cuando, me recordaba que debería estar jugando al aire libre. Leí en posturas inverosímiles, olvidándome de todo y de todos, especialmente de la inquietud y el temor que se adueñaba de la ciudad.
Mucho antes de lo que me hubiera gustado, alcancé el desenlace de la novela, que no es tal, pues queda interrumpida con la imagen de un barco que se adentra en la niebla, rumbo a un horror inconcebible. Y mi imaginación infantil se indignó tanto que, de inmediato, me obligó a empezar el libro de nuevo desde la primera página, pues sin duda debía de haberme perdido algo, tenía que haber pasado algo por alto: una historia tan intensa no podía concluir de aquella manera, no podía quedar suspendida y dejarme en vilo, sin posibilidad de conocer la suerte del protagonista. ¿Quién era ese tal Poe? ¿Cómo se atrevía a hacerme algo así?
A día de hoy sigo recordando el efecto que tuvo sobre mí aquel libro, pero ahora, además, entiendo cómo al sumirme en un horror imaginario me ayudó a capear el horror real que veía crecer a mi alrededor, incomprensible para un niño.
Publica ahora la editorial Zorro Rojo una edición de La narración de Arthur Gordon Pym, —en la misma traducción de Julio Cortázar y con ilustraciones de Luis Scafati—, y al verla en la mesa de novedades siento casi el mismo escalofrío que treinta años atrás. Y no sé si atreverme a iniciar la lectura desde la primera página, otra vez como la primera vez, rumbo a aquel mismo horror que era proyección de mis miedos infantiles.
No sé si atreverme. Pero me atrevo.
«Me llamo Arthur Gordon Pym. Mi padre…»

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