un relato publicado en la antología
Paraguas para el diluvio
Paralelo Sur, 2012
Aunque
es Aroha la que casi aparece en la imagen, no es una fotografía solo de ella,
sino también de sí mismo. La instantánea no es una fijación en el tiempo de quien
fue su pareja, sino de lo que sintió él en aquel preciso instante, de lo que —con
mayor o menor intensidad, dependiendo de su estado de ánimo, o del tiempo
transcurrido desde que la miró por última vez— siente cada vez que la
contempla, siempre fijamente, siempre adentrándose poco a poco en la escena,
casi imperceptiblemente, como si su mera fuerza de voluntad fuese a permitirle
cambiar la fotografía, y como resultado alterar aquel paseo, aquel día, aquel
momento, y por ende trastocar su vida entera a partir del punto de inflexión,
el momento exacto, el instante crítico.
Para
imaginar lo que siente cada vez que mira la imagen, o incluso cada vez que la
ve sin necesidad de mirarla, porque la tiene grabada en la memoria con una
nitidez que a veces desdibuja la realidad misma, hay que saber lo que refleja
la imagen impresa, pues la tiene impresa en infinidad de copias de diferente
tamaño, textura y grano, todas guardadas, eso sí, en el mismo cajón, del que a
veces salen, siempre de una en una, por separado, para luego regresar, más vistas,
inspeccionadas de nuevo, imperceptiblemente más desgastadas por su mirada.
Para
hacerse una idea siquiera remota de lo que nota él en las entrañas cada vez que
se asoma a esa fotografía en cualquiera de sus variantes hay que intentar
representarse esa imagen que nadie nunca verá; nadie salvo él. A sus ojos, y a
los ojos de nadie salvo los suyos propios, esa instantánea es la imagen apenas
viva de una ausencia. Es un retrato, de eso no cabe duda, porque Aroha está;
velada, fuera de foco, presente apenas, pero está. El centro de la imagen, lo
que de verdad se ve —o se vería, si alguien aparte de él tuviera acceso a la
foto— lo ocupa la parte superior de la muralla de una fortaleza medieval que
huye hacia el punto de fuga de una almena medio derruida. Puesto que la foto
está tomada desde la muralla misma, no se alcanza a ver el otro extremo, el
punto de partida de las almenas que alguna vez coronaron la antigua
construcción hace mucho tiempo ya derrumbada, y luego reconstruida, y luego
precariamente preservada. El estrecho corredor que bordea la muralla se ve —o
se vería, si alguien, quien fuera, tuviera acceso a la foto— desocupado, violentamente
vacío. Eso no es más que el efecto que causa en su mirada incasable —la única
que se ha posado o llegará a posarse sobre esa imagen— la figura que acaba de
salir de cuadro por entre los dientes mellados de la muralla para no volver a
entrar. Al fondo se ve un cielo sin nubes, pero tampoco azul, sino más bien de
un gris indefinido, como las montañas que se esconden tímidas detrás de la
fortaleza, pero eso no es más que atrezzo, burdo telón de fondo. Lo que de
verdad atrae la mirada son unos mechones de pelo agitados por el viento casi inexistente
provocado por el salto en el instante de darlo; el fantasma de una media
sonrisa ausente en el momento preciso de ausentarse del todo; el roce de la
ropa contra la piedra desbastada por el tiempo y la lluvia antes de oírse un
silencio sorprendente en su placidez, como si ese silencio no encerrara más que
calma, cuando en realidad alberga todo el caos que es capaz de imaginar. Porque
además de ver a Aroha en su ausencia inminente y verse a sí mismo en su
quietud, también la oye y se oye en aquel instante crítico que podría no
haberlo sido, que aún podría cambiar si consiguiera —a fuerza de mirar la
fotografía, de introducirse poco a poco en ella como en un tiempo y un espacio inalcanzables—
alargar el brazo y sujetarla, o hacer cualquier otro gesto, por nimio que
fuera, a fin de alterar lo que estaba siendo y abortar lo que acabó por ser, en
aquel instante, y también después, y ahora, y por siempre más.
A
veces le parece imposible que puedan verse tantas cosas mirando exactamente los
mismos centímetros cuadrados de papel mate. La muralla en fuga, el cuerpo de Aroha
a punto de huir igualmente, pero también aquel día, cerca del inicio de la
primavera, el primero después de meses de hospitales y médicos y salas de
espera; de operaciones y postoperatorios y convalecencias seguidas de más salas
de espera: de perpetuación de la espera como fin en sí misma. Había conseguido
sacarla de su encierro para ir a ver unas ruinas medievales a las afueras de la
ciudad, un monumento que siempre había estado allí pero nunca se habían
molestado en visitar juntos como paseantes despreocupados. Aquella mañana hubo
conversaciones y sonrisas, muchas más de las que habían compartido en las
últimas semanas, en los meses precedentes de inquietud e incertidumbre respecto
de su salud. Comieron y rieron casi, y sobre todo observaron a los turistas,
ajenos a su interés desmedido, entretenidos en menudencias que ellos no eran
capaces de compartir.
Él
recuerda así el último día, pero lo hace solo porque quiere, pues también
podría recordar sus esfuerzos, desmedidos, desesperados, por espantar los
silencios que se cernían sobre Aroha y la rodeaban como pájaros de mal agüero
dispuestos a arrancarle los pensamientos a golpes de pico. Y podría recordar
también el temor que sentía como reflejo del abatimiento que le comunicaba ella
con sus miradas de animal de zoológico, medio aletargadas por los medicamentos
y resignadas a no abandonar su sopor. Podría recordar también cómo al mirarla
esa mañana no conseguía quitarse de la cabeza un pasaje de Onetti en el que
comparaba uno de los pechos cortados de una mujer enferma con una medusa lánguida
en una bandeja, y podría confesarse que no había imaginado nunca que una
metáfora pudiera producir dolor auténtico, dolor físico y un ahogo intenso,
igual que un golpe en el diafragma. Pero prefiere hacer como que no se acuerda
de todo eso al mirar la fotografía; prefiere pensar que aquella mañana el sol todavía
invernal calentaba a pesar del viento del norte y que Aroha volvía a tener el
pelo casi tan bonito como antes, casi tan tupido y sedoso, casi.
No
sabe por qué se empeñó él en que subieran a la parte superior de la muralla, hasta
los matacanes, un nombre técnico que no tendría por qué haber aprendido nunca y
ahora querría olvidar; pero le es imposible desaprenderlo, igual que todo lo
demás. Prefiere no recordar tampoco la reticencia de Aroha a ascender por los
irregulares escalones de piedra vieja, a enfilar el estrecho pasaje que
bordeaba la edificación, asomándose a la barbacana —otro tecnicismo doloroso en
su inutilidad— y a un foso en el que ya no había agua, si es que alguna vez la hubo.
Procura no acordarse de lo leve que le parecía su figura mientras subía las
escaleras unos pasos por delante de él, lo terriblemente débiles que se veían
sus formas antes más sólidas, más ágiles, más llenas de vida, en suma. Se
esfuerza por no pensar una y otra vez en cómo adelantó los dos brazos para
cogerla por las caderas y ayudarla en el ascenso, medio en broma, aunque ambos
cayeron de inmediato en la cuenta de que era algo necesario, porque a ella ya
no le quedaban apenas fuerzas.
Intenta
no recordar todo eso pero sus esfuerzos no hacen sino cimentar los recuerdos,
abrir nuevas ramificaciones, añadir matices que quizá no tenían en un primer
momento; eso ya es imposible saberlo con seguridad.
Sea
como fuere, en ocasiones mira la foto y de súbito —una vez más, como en tantos
otros arrebatos de entusiasmo en vano— se siente capaz de cambiarla, de
introducir el brazo derecho en la instantánea y retocarla y corregir su vida y
la de ella. Así lo hace mientras mira la imagen: alarga el brazo calculando la
perspectiva exacta por donde habría entrado si lo hubiera estirado en aquel
preciso momento, el instante crítico en el que Aroha se apoyó en el antepecho
de piedra desprotegida, su gesto de cansancio tan absoluto que cada vez le
cuesta más trabajo obligarse a creer que no intuyó nada en los días
precedentes, esa mañana, en los minutos previos, al menos.
Pero
igual que ahora no quiere recordar, entonces no quería dar crédito a lo que todos
los indicios apuntaban: la cercanía de la despedida, las ganas de marcharse, el
duelo ya iniciado.
A
veces mira la fotografía y le parece una lápida en miniatura, un túmulo, un
diminuto monumento a lo que no llegó a ser. Y esta vez, porque a veces las
cosas caen por su propio peso, como caen al mar las piedras de los acantilados,
sin que nadie ni nada las empuje, ve también un final, algo que quienes
entienden denominan «clausura». Algo, un matiz inadvertido hasta entonces, le
hace llegar a la conclusión —el término, el final de algo— y también alcanzar
la conclusión —la consecuencia, la decisión por fin— de que ya ha visto todo lo
que tenía que ver en esa imagen, todo lo que cabía extraer de ella, y puesto que
nadie más la ha visto ni necesita verla, decide que tomará una copia, y luego
otra, e irá despedazándolas, sin prisa, sin saña, como se lustran las botas
antes de empezar un largo viaje a pie. Sabe que deshacerse de esa foto es
deshacerse de sí mismo y de todo lo que fue hasta ese momento, y todo lo que ha
venido siendo después, pero sabe también que nunca podrá ser nada más si no
suelta el lastre que es la imagen de esa caída.
El
aleteo de los mechones de pelo, el hombro escorzado, la sonrisa ya ausente. Los
mira por separado y en conjunto, y entonces entiende por fin. Ya ni siquiera
tiene que elegir, porque fue Aroha la que eligió por él, la que escogió el instante
de la certeza plena para marcharse.
También
éste es un buen momento, entiende, para cejar en la lucha, para abandonar
aquella realidad enmarcada y dejar de rescatar la misma imagen repetida hasta
el infinito. Es un buen momento, entiende, para sacar la fotografía en todas
sus variantes de tamaño y exposición e ir rompiéndolas como una sola en pedazos,
para así hacer trizas de una vez por todas lo que pudo haber hecho pero no hizo
en el momento crítico, para aceptar como justo y necesario el instante que casi
captó.
Lo
entiende, sí, y toma la decisión de romper las fotos y romper ataduras, de
soltar lastre y quemar puentes, pero todo eso no son sino expresiones vacías,
huecas de significado, porque cuando intenta empezar a rasgar la primera
fotografía, sus dedos no responden. Su mano izquierda, no obstante, vuelve a
intentar adentrarse en la imagen para coger a Aroha en el último momento, ese
que no debió haber permitido que ocurriera cuando ocurrió.
Tal
como ha tomado la firme decisión de eliminar la imagen de la despedida final,
la olvida. No la pospone ni la arrumba, sino que la olvida del todo, como si
nunca se le hubiera pasado por la cabeza, donde ahora, igual que hasta poco
antes, solo hay espacio para el pesar de no haber sabido pasar a la acción
cuando debería haberlo hecho, de no haber acertado a apresar aquello que estaba
a punto de escapársele.
Cae la luz de una
lámpara sobre la fotografía de una mujer a punto de remontar el vuelo, y el
hombre que la sostiene, eliminada cualquier otra opción, se resigna a continuar
mirándola, a seguir acercándose a ella, a punto de cogerla, sin llegar a
alcanzarla, a escasos centímetros, a una distancia casi verosímil, casi
salvable, si sigue contemplándola un poco más.
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